De Paco Meralgo a La Birra de Brian: éxitos del ‘ñaming’ de restaurantes

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Cuesta entender los motivos que conducen a alguien a denominar su establecimiento Metro Goldwyn Tavern; cuesta, pero hay algo en esta extravagancia que se inclina hacia la genialidad. Los autores de este tipo de rótulos son, con total probabilidad, los mismos que bautizan a sus vástagos como Zigor, Eros o Amarilis, determinando el destino que les espera (el de Eros no pinta del todo mal). Estamos ante gente de ingenio trepidante, que forja amistades en el patio del colegio gracias a los juegos de palabras, y que compensa con sagaces referencias culturales la ausencia de fotos de escalada en Tinder. En lugares como Cubiertos de Gloria, que existió en Madrid, apetece sentarse a la mesa: una sabe que, sea cual sea la oferta culinaria, estará premiando la evolución de la especie.

Al calor de la moda de los nombres ingeniosos han aparecido proyectos virales como Master of Naming. Sería negligente plantear un artículo de esta índole sin contar con el aprovisionamiento de Miquel Caimary, diseñador gráfico que un día recibió la fotografía de un rótulo ocurrente -Lúzete, una cadena de lámparas-, decidió subirla a redes sociales y, cuatro años más tarde, tiene que filtrar unas 300 aportaciones diarias de similar talante. Algunas tan delirantes como la tienda de chanclas Chanclón Van Dam. «Suelo investigar si es fake, porque hay fotomontajes muy bien hechos, pero la realidad siempre supera a la ficción», explica. En el caso de la hostelería, al haber cada vez más oferta y presencia en Internet, está encontrando gran afluencia de restaurantes con ocurrentes referencias.

El naming gastronómico -quizá deberíamos hablar de ñaming– es una demanda en alza dentro de las agencias de comunicación. Uno de los pioneros fue Fernando Beltrán, poeta y filólogo que, ya en el año 1989, fundó un estudio especializado en identidad verbal: El nombre de las cosas. «Por entonces, era una labor que se realizaba en publicidad, pero que no se reconocía en importancia», recuerda el creador de marcas tan populares como Amena, que a finales de los 90 rompería con los cánones y abriría paso a la designación en femenino. 700 casos después, celebra la evolución que ha vivido la sociedad. «Ahora, cuando caminas por la calle, te das cuenta de que todos los negocios le han dado una vuelta a su rótulo La restauración también se ha dado cuenta de la importancia de la identidad, porque algo que no se puede nombrar, no se puede tocar», reflexiona. Nos vamos de su mano, y la de otros amigos, a adentrarnos en la lisergia nominaria.

En el límite del bien

A Caimary le pinchas con una aguja y le provocas una hemorragia de nombres. De hecho, los juegos de palabras son su especialidad, empezando por dos casos en Barcelona: Tasca Txondo y Paco Meralgo. Este último hasta se marca una ficción histórica en la página web, con reyes y plebeyos mediante. Seguimos por Nada Prebistro, ubicado en un hotel boutique de Suances, o Los Rumaños, que dejan claro su enclave en Zaragoza. En clave religiosa, dos feligreses madrileños: el ya extinto Habemus Papa, donde se rendía culto a este alimento, y la Tapilla Sixtina, replicada bajo las bóvedas de Murcia y Úbeda.

Otra fuente autorizada en esto de la restauración fantasiosa es El tipo que nunca cena en casa, que alimenta el blog del mismo nombre desde un tenebroso anonimato. «Hay muchas cosas de las que no sé nada. Se me han olvidado los afluentes de los ríos de España, me bailan las fechas de los cumpleaños y no podría explicar bien el conflicto entre Palestina e Israel, pero llevo cenando fuera de casa, siete días a la semana, desde hace 15 años. Te aseguro que se aprenden cosas», es su intro. Esta erudición le lleva a mencionar restaurantes de Valencia como Ostras Pedrín o Hansel & Crêpel, aunque hay uno que recientemente se ha ganado un hueco en su corazón, «porque hay que estar muy flipado para poner ese nombre, y la gente flipada es la que hace girar el mundo». Se trata de No Doy Abastos, junto al Mercado de Abastos; todo una oda al discurso de territorio.

Cuenta el propietario, Jesus Tamarit, que la chispa saltó una noche, en medio del jaleo de las obras: «Faltaba poco para inaugurar y reuní a mis amigos en el local para que me ayudasen a elegir nombre. Hablando de todo un poco, y cervecita en mano, les comenté que andaba agobiado porque los grifos no llegaban, por los problemas con los muebles y porque estaba solo al frente de todo. ‘Vamos, que no doy abasto’, les dije. Y entonces, a mi gran amigo Marzal se le encendió la bombilla». Así de casuística puede ser la novela.

Beltrán opina que los juegos de palabras funcionan mejor «en casos efímeros, como un congreso», que en negocios a largo plazo, «donde quizá te hartes».

A mayor atrevimiento, mayor impacto, pero también riesgo; sin embargo, nunca sería categórico porque a lo largo de su carrera ha aplaudido la paradoja. Nos habla de La Gazpachería Andaluza, que pervivió durante años en la madrileña calle Ferraz, bajo la que se leía el sobrenombre ‘comida casera vietnamita’. Siente predilección por los nombres naturales. «Aquellos que, como diría Platón, siempre han estado ahí, a la espera de ser descubiertos», y aporta dos ejemplos: la campaña Gastrenomía, sabores desde el tren, que realizó para Renfe; y la marca colombiana Naranyá, de polvos instantáneos. Le seguirían Limonyá y Maracuyá.

Ingenio sin fronteras

En el gastronaming hay una cámara del tesoro que son las traducciones entre idiomas. La fusión asiática dio como resultado uno de los mayores atrevimientos que se recuerdan y es que, claro, el propietario del establecimiento era el director Santiago Segura. Intentó que Madrid se comiera Minabo, pero no hubo suerte y tuvo que cerrar. Algo que de momento no han vivido los dueños del tibetano Potala, buen ejemplo de que las genialidades hechas sin querer también existen. «De hecho, si nos vamos al extranjero, nos encontraremos con un vietnamita parisino llamado Tan Dao Vien, que desgraciadamente cerró», relata el creador de Master of Naming. Porque hay un auténtico filón en asiáticos como Miao Miao o Mian Dao, pero también una referencia catalana que es recurrente: «Nottingham Prisas, tengo controlados como seis, aunque el primero debió de ser el de Lanjarón o Úbeda», añade.

Bien sean fruto de la casualidad o de la intencionalidad, los dislates lingüísticos pueden tener efectos provechosos. El director de El nombre de las cosas rescata una anécdota en Asturias, donde se tropezó con el vino Masusta. «A priori, me pareció la peor elección de la historia, pero al preguntar, me explicaron que esta palabra significa mora en euskera. La bodega toma su nombre del enorme zarzal que se encuentra en medio del viñedo», relata. El desarrollo de su oficio también ha pasado por recuperar el significado en desuso de ciertos términos de la RAE. «Fue el caso de Solaz, el vino más exportado de Osborne, que evoca la imagen soleada de España, pero significa consuelo, placer, esparcimiento», recuerda. Más fácil de entender es la elección para el chupito de la firma: Santiamén.

Historias de película

El nombre de tu restaurante también es una oportunidad sin precedentes para demostrar que tienes una cultura muy necesaria: la cultura basura, también llamada pop. «Me quedé muy croker el día que me enteré de que el Anita Giro, en València, se llama así por I need a hero, de Bonnie Tyler. Pasa como con la C del logotipo de Carrefour: que nunca la habías visto, pero cuando lo sabes, ya no puedes dejar de fijarte», revela El Tipo. No obstante, su homenaje favorito está relacionado con una mítica película de los Monty Python. «La Birra de Brian, que además es una cervecería con dos locales en Valencia y decorada a lo Nazaret, con cruces y tal. Siempre que entro en ella, pienso aquello de: ‘¿Crucifixión? Pase por la puerta, gire a la izquierda, una cruz por persona», evoca.

Hay mucho restaurador cinéfilo, que lo mismo te pone unas bravas que un título. Así que Miquel Caimary nos habla de Pearl Hamburg, en Mallorca; Tapeo Jones, en Alicante; o el absolutamente incontestable Metropollis, para un negocio de pollos a l’ast en Sant Cugat del Vallès. En el apartado melómano, Latina Turner, en el barrio madrileño de La Latina (evidentemente), o Vegans n’ Roses, situado en el municipio catalán de Castelldefels. Si eres más de series clásicas, Vegano Azul, cuya temporada acabó hace un par de años en Suances (Cantabria), y otro aplauso para los dueños de la mentada Metro Goldwyn Tavern.

Las historias de película son más habituales en la vida real que en la propia pantalla y, así lo demuestra la que viene a relatar El Tipo, relacionada con el bar valenciano Docemil en Rusia. «El antiguo dueño me contó que le puso ese nombre porque le dio 12.000 euros a un albañil ruso para que le hiciera la reforma, y por lo visto, no volvió a saber nada ni del albañil ni de la pasta. Le hizo un volare que flipas, pero mira, sacó un nombre muy guapo para el local», comenta. Las cifras siempre esconden una verdad: si ves un bar llamado 2022, que sepas que es por la fecha de caducidad de la hipoteca. «También molan los que antes albergaban otra cosa, como El Clavo, que era una ferretería, o el Slaughterhouse, que era una carnicería», prosigue. En Barcelona funcionó durante años El café que pone Muebles Navarro: aprovechamiento y ahorro, en mobiliario y fachada.

¿Funciona o no funciona?

Si te estás preguntando qué lleva a un hostelero a apostar por un nombre de esta calaña, nosotros también. «Supongo que muchas veces lo hacen para llamar la atención y para potenciar que hablen de ellos, aunque sea mal. Pero hay que distinguir entre cuando se pone al tuntún o cuando existe estrategia detrás, algo fácilmente apreciable», reflexiona Caimary, que para algo tiene una agencia de branding. Su consejo es que el nombre, por curioso que sea, esté en consonancia con la propuesta, o de lo contrario no causará el efecto deseado. «También es importante que suene bien, que no sea muy complicado de decir ni de escribir, que no signifique nada desafortunado en otro país y que no inspire connotaciones negativas», recomienda. Y claro, procuremos no insultar al que apoquina la cuenta: «Tuvimos un Cómeme los Huevos que cerró. ¿Quién lo diría, eh?», bromea.

«Cuando recibo un encargo, siempre hay una fase previa al proceso creativo, que pasa por conocer los objetivos de la marca y los atributos que quiere transmitir: sofisticación, riesgo, naturalidad…», aclara Beltrán. Al bautizo se llega poco a poco, porque designar es también afinar la estrategia, y así sucedió con Opencor. «Antes de tener nombre, era una empresa más gourmet, pero fue entendiendo la necesidad de acercarse al cliente», narra. Tras analizar la viabilidad lingüística, jurídica -¿está registrada?- y de recorrido -¿resiste al paso del tiempo?-, nace la marca. «Son muchas variables, y algo de instinto, porque con los años, ya sé cuando algo va a funcionar. Me encuentro con gente que busca un nombre que le enamore en lugar de funcionar: en esos casos, tampoco insisto», dice el experto.

El Tipo se lo lleva a un registro más mundano. «Si tienes un restaurante de mantel blanco, vino caro y guiso español, procura elegir un nombre que pueda pronunciar la gente mayor con dentadura postiza», sugiere. Por el contrario, rechaza los nombres recurrentes. «Lo decía Quique González: todas las ciudades tienen un bar que se llama Las Vegas. Aquí en Valencia, está la enumeración enfermiza de raconets, cantonets, racó, cantonada… Y si hablamos de barrios, Bar Cabañal, Taberna Cabañal, Restaurante Cabañaly Kabanyal», va detallando. Hace extensible «esta necesidad fortísima de inversión en I+D» a los millones de locales de kebab con el apelativo feliz y a los trillones de restaurantes chinos que incluyen muralla (y también hay mucha muralla feliz. Pero también le resulta punible que un Juan y una Teresa decidan llamar a su bar Juytere.

En definitiva, en hostelería, al igual que en el resto de sectores -y al igual que en el resto de la vida-, hay un largo listado de infortunios que son fruto del azar. Acabemos este artículo con redención, porque en su desliz también hay ternura. Es el caso de Pelucas Soledad Cabello, en Madrid; Lápidas Casimiro Payá, en Alcoi o Extintores Palma Peña, de nuevo en la capital; por no hablar de la Federación Castellano Leonesa de Autobuses, la Fecalbus.

¿Cómo llamarías a tu restaurante?

Miquel Caimary, Master of Naming: «Tengo varias ideas que también recopilo bajo el hashtag #MastersOfIdeas. Por ejemplo, me gustaría un restaurante japonés en Zaragoza que se llamara Zaragyoza (sorry). O un bar para los más competidores denomaninado Pedal Of Honor. La cervecería Palacio del bebeer y el bar de croquetas Cocretamente».

El tipo que nunca cena en casa: «Suelo pasar mucho tiempo de cervezas desarrollando ideas locas para restaurantes. Una vez, a un colega se le ocurrió montar un bar temático de morro, en plan el de Forrest Gump con las gambas, pero con todos los platos de morro. Empezamos a pensar en la música: en ese bar solo se puede escuchar a Morrisey, Enio Morricone, Alanis Morrisette, Las Chamorro y Jim Morrison. Sutil, pero perfecto. De nombre, se barajaba Tomorrowland o Morrokotudo. ¿No me digas que no mola?».

Fernando Beltrán, El nombre de las cosas: «En realidad, recuperaría el nombre del primer restaurante con el que trabajé en 2006. Fue el negocio de Sergio Volturo, miembro del Instituto Europeo del Diseño, que convirtió aquella casa en un centro de reunión para artistas y poetas. Manuel Estrada puso la imagen y mi aportación fue el título de Casa Prestada. Porque para mí, los bares siempre han sido una casa que te prestan un rato».